Por Rodrigo Sepúlveda1
“El Antropólogo debe asumir un compromiso como tal y como ser humano y ese compromiso implica una alternativa: o su función es contener la estructura social o contribuir a transformarla”
(Edgardo Garbulsky)
La fundamentada presentación del maestro Lins Ribeiro reaviva nuestra esperanza en las posibilidades de descolonización de nuestra disciplina y en la configuración de ese conocimiento antropológico ecuménico que proponía el maestro Alejandro Lispchutz. De manera crítica, mi comentario apunta a poner en contexto e intentar historizar el análisis, teniendo como lugar de enunciación la propia realidad local.
En primer lugar, si pensamos la propuesta de las antropologías del mundo como un emergente, resulta pertinente problematizar los elementos de continuidad que ésta tiene con respecto a un desarrollo histórico en el que se constituye. Tiendo a encontrar afinidades y objetivos comunes con propuestas desarrolladas en nuestra América por referentes de la antropología que con mayor notoriedad se hicieron visibles en la década de los sesenta. En el caso chileno, la obra de Lipschutz y el desarrollo del grupo de académicos de la Universidad de Concepción hasta 1973, entre otros, reflejan una perspectiva epistemológica descolonizadora que encuentra continuidades asombrosas con la propuesta de las antropologías del mundo. Profundizar en esas relaciones es sin duda un campo interesante de investigación, más allá de lo conmemorativo, para enriquecer nuestro desarrollo teórico poniendo en discusión experiencias de elaboración práctica y conceptual hoy ignoradas. Del mismo modo, analizar los procesos de políticos y sociales que influyeron en la continuidad y ruptura de propuestas disciplinares descolonizadoras puede orientarnos respecto a las dimensiones que debemos considerar en el contexto actual.
Por otro lado, considero necesario también establecer el contexto y los campos de fuerza en que las propuestas disciplinares se ponen en juego en el escenario de la mundialización capitalista y el impacto que tiene en nuestra disciplina a nivel local. Donde, aunque parcialmente encontramos un milieu intelectual que propicia la formulación de nuevas epistemes orientadas en un sentido descolonizador, esto se produce en el marco de un orden mundial de la ciencia que tiene un carácter hegemónico, en el que las lógicas de legitimación de los saberes disciplinares subordinan o desactivan el peso político de estas propuestas.
En el caso chileno, la institucionalidad científica (incluyendo la universitaria), está intervenida por lógicas neoliberales que, en buena medida, se ajustan a las tipologías de cosmopolíticas imperiales o liberales, recreadas a nivel local y en coherencia con un contexto y un modo de ser social del cual los antropólogos y las antropólogas somos parte. En Chile, las universidades nacionales que tuvieron el carácter autónomo y el compromiso social que imprimió en la región el impacto del grito de Córdoba2, fueron intervenidas política y administrativamente a partir del golpe cívico militar de 1973. El modelo de autofinanciamiento, vigente hasta hoy, implicó entre otras cosas (como el cobro generalizado de altos aranceles en las universidades estatales), una mayor subordinación a fondos externos y a criterios heterónomos de producción científica y académica. Generándose así nuevas formas de poder interno y jerarquizaciones determinadas por la capacidad de conseguir recursos económicos en un contexto de producción científica ajustada a los indicadores hegemónicos que permiten a las universidades competir por acreditaciones y fondos públicos que son asignados de acuerdo a los rankings de producción científica de sus académicos. El testimonio del Colega Díaz Crovetto en la reunión de la WCAA en Dubrovnik en 2016 es ilustrativo de cómo en una universidad de provincia los académicos son constreñidos a ganar concursos de fondos de investigación para poder permanecer en su carrera o disponer de tiempo para investigar. No me extrañaría que en un tiempo más, en el CV académico terminemos, como ocurre ya en universidades norteamericanas, indicando el monto de dinero generado por concepto de proyectos ganados.
Como comunidad local, sin duda que los procesos referidos tienen fuertes implicancias y afectan el carácter de los vínculos entre colegas y las posibilidades de intercambios colaborativos. Se podría decir que el paradigma neoliberal de la competencia individual afecta la posibilidad de actuar como intelectuales colectivos. Se suma a ello la competencia por recursos con otras áreas del conocimiento. Encontramos voces que reclaman una mayor consideración para las “ciencias finas” (usando el concepto del Prof. Garretón) argumentando que se nos mide con los criterios de las “ciencias básicas” para la asignación de fondos públicos. La discusión adquiere a veces un carácter corporativo, en otros momentos se distinguen argumentos esencialistas referidos a la “naturaleza” de nuestras disciplinas. Pero se extraña una crítica más decidida al proyecto de ciencia que se impone desde un orden mundial hegemonizado por los centros de poder y que afecta principalmente a nuestros pueblos, dado que existe la tendencia al distanciamiento de la producción científica respecto de las necesidades y anhelos de las comunidades locales. En algunos casos, podemos encontrarnos con una suerte de maquiladoras que producen papers para un mercado global de élites del conocimiento o de consumo intelectual. Peor aun cuando la producción de conocimiento se orienta a intereses de grandes empresas extractivistas o de las agencias de control nacional o global cercanas a la tipología de cosmopolíticas imperiales que denuncia el maestro Lins Ribeiro. Ante eso, resuenan como un eco las preguntas fundamentales que se vienen enunciando desde el comienzo de la formación profesional de antropólogos y antropólogas en nuestras universidades: ¿Para qué y para quién investigamos?
Lejos de una posición resignada, considero estratégico develar ese rasgo neocolonial que se expresa en el desconocimiento de nuestra propia realidad como comunidades disciplinares nacionales y regionales, asumiéndolo como un desafío a asumir, en concordancia con la propuesta de las antropologías del mundo. Otra línea de trabajo podría ser el análisis las de “proto burguesías” del conocimiento a nivel local que se ajustan a un modelo hegemónico de ciencia, pero no creo que ese debiera ser el punto central a abordar. En parte, porque los presuntos implicados están lejos de ser “propietarios” de los medios de producción científica3. En esta etapa deberíamos enfocarnos al quehacer invisibilizado que realizan la gran mayoría de nuestros colegas y que tiene identidades y potencialidades que necesitamos reconocer. Esto podría abordarse en conjunto por las asociaciones de antropólogos y antropólogas de la región.
En el encuentro de la WCAA en la XI RAM, hicimos un cálculo aproximado de la cantidad de antropólogos y antropólogas que existirían hoy en Latinoamérica y llegamos a conjeturar que seríamos la región con mayor cantidad de antropólogos/as en el mundo. Esto indica una oportunidad que no existía cuando se inició el proyecto descolonizador de la disciplina por parte de los maestros y maestras que nos antecedieron. En el doble sentido del verbo “contar”, considero que es tiempo de “contarnos”: saber cuántos y cómo somos, y a la vez compartir nuestros relatos disciplinares locales que, por lo que alcanzo a conocer, presentan una gran diversidad y evidencian la existencia concreta del pluralismo epistemológico.
Retomando una de las acepciones que el maestro Lins Ribeiro da al concepto de cosmopolítica, relacionado con los fines y el impacto global de nuestro quehacer, considero que más allá de cualquier reivindicación tecnócrata, nuestra disciplina surge de procesos históricos de carácter social y ético (las fuentes de la reflexión etnológica, en el decir del maestro Levi-Strauss) lo que nos liga a los movimientos sociales e intelectuales. Pienso que una mayor valorización de esas dimensiones permitiría avanzar en el proyecto de antropologías del mundo, pues implicaría reposicionar la función cultural de nuestra disciplina. Un quehacer en sintonía con el deseo y las necesidades de nuestros pueblos sería, a mi entender, la mejor garantía para la efectiva descolonización de la antropología.
Endnotes
1 Lic. en Antropología Social. Magister en Psicología Clínica, mención Psicoanálisis. Dr. en Estudios Latinoamericanos. Académico de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile. Ha realizado investigación en Etnografía de la Educación, criminalización de los NNA y Derechos del Niño y la Niña, Militarismo, Discapacidad, Salud Mental y Calidad de Vida Relacionada con Salud. Fue secretario ejecutivo de la Red de Organizaciones Infancia – Chile y participó en programas comunitarios de atención a NNA. Preside por segunda vez el Colegio de Antropólogos de Chile.
2 El grito de Córdoba alude a un gran proceso de movilización y reforma universitaria, en 1918, que produjo cambios institucionales que significaron una diferenciación fundamental respecto a las universidades europeas. Consolidó el rol social, cultural, y político de las universidades latinoamericanas. Una aproximación antropológica al significado de este proceso, puede encontrarse en el libro del Dr. Alejandro Lipschutz: “La función de la Universidad”. Editorial Nascimiento. Santiago, 1955.
3 Por ejemplo en Chile, la principal fuente de financiamiento de la investigación, la Comisión Nacional de Investigación Científica (CONICYT) eliminó el Consejo Asesor Científico, en 1974, durante la dictadura de Pinochet. Los posteriores gobiernos neoliberales mantuvieron esta situación, imponiendo una lógica cosmopolitita liberal. El año 2015 se conformó nuevamente el consejo, pero a poco andar se evidenciaron trabas institucionales. Aún no se concreta la iniciativa de crear un Ministerio de Ciencia y Tecnología.