Rosana Guber 1
CIS-IDES/CONICET, Argentina
A poco más de un siglo de su reconocimiento público como herramienta específica de generación de conocimiento académico propiamente antropológico, el trabajo de campo etnográfico ha cobrado una fama transnacional y trans-disciplinar. Y pese a los cambios de moda teórica e incluso al advenimiento del internet, el trabajo de campo goza de extraordinaria salud, cualidad nada menor en un mundo de cambios tan profundos y hasta imprevistos. Intensivo, preferentemente cara a cara, prolongado o de cierta duración (pero no fugaz) y comprometiendo la totalidad de la persona del investigador, nuestro trabajo de campo etnográfico ha sobrevivido a las cohortes, las escuelas y los enfoques, a través de los países y de las regiones. ¿“Estar ahí”? ¡Decididamente sí! Hacer trabajo de campo de este tipo es estar, es perder el tiempo, es tener contratiempos, y es caminar a destiempo.
El trabajo de campo etnográfico termina siendo un conjunto de prácticas y sentidos prácticos con disposiciones teóricas que los antropólogos nos hemos ingeniado para sostener pese a y en relación con las coyunturas socio-políticas del lugar, del país y de la región, y con las orientaciones o sesgos y otros avatares de los mundos académicos. El trabajo de campo etnográfico no es sólo cuestión de espacio (“ahí”); es una cuestión de tiempo (“estar”).
Pese a nuestras divergencias epistemológicas, los antropólogos sabemos que no hay marca más distintiva de nuestra disciplina que esos modos de trabajar con la gente y que, aún cuando se argumente que la teoría manda, buena parte del conocimiento innovador y crítico proviene de las relaciones que somos capaces de establecer con otras personas a las que, probablemente, no hubiéramos conocido de no mediar nuestro interés académico. Llamativamente, sin embargo, esta marca distintiva no se corresponde con nuestra presencia formal en el mundo de las humanidades y las ciencias sociales, y menos aún con nuestro desempeño formal en el sistema académico. ¿A qué me refiero? A que somos los mismos antropólogos quienes ocultamos nuestro mayor tesoro. ¿Cómo? De muchas maneras.
El trabajo de campo está prácticamente ausente de la mayoría de los CV de los investigadores. No hay un ítem llamado así, “Trabajo de campo” a secas, donde conste el período, la localización y el grupo de personas con quienes hemos trabajado. Y cuando ese acápite efectivamente se consigna se lo lee como mera excentricidad o vanidad corporativa. Pensándolo bien, ambas acusaciones son ciertas porque constituyen un privilegio. En sistemas académicos de premiación a la publicación incesante y a la gula curricular, tomarse el tiempo para conocer y hacer esto público en la carta de presentación por excelencia, el CV, es una vanidosa excentricidad que otras disciplinas podrían acompañar o al menos mirar con más simpatía. La increíble aceptación y hasta la adopción del trabajo de campo etnográfico por parte de los jóvenes sociólogos, educadores, trabajadores sociales, comunicadores y cientistas políticos confirma que esa presuntuosidad es un (buen) objeto de deseo y no una búsqueda del atajo fácil (aún cuando más tarde se vean forzados a renegar de estos principios para pertenecer al mundo de la ciencia).
Volviendo a los CVs, ¿por qué sería altamente conveniente que explicitáramos en un rubro específico que hacemos trabajo de campo? Porque estaríamos mostrando el tiempo que nos tomamos para conocer a nuestros “sujetos de estudio” … y sólo para eso!!!; porque estaríamos mostrando que nuestras ulteriores publicaciones en la temática resultaron de aquel trabajo, acaso menos visible y sólo mensurable en la calidad y complejidad del mundo social al que nos referimos; porque si es verdad que hicimos trabajo de campo por X cantidad de tiempo, no nos pidan resultados irresponsables como adelanto ni que publiquemos sobre lo que no sabemos … todavía; porque hacer trabajo de campo y tomarnos el tiempo para hacerlo mostraría, más que vanidad, verdadera humildad académica ya que aunque nos inunden de teoría a lo largo de las cursadas, hace falta tiempo cronológico y humano para conocer a la gente.
Otra manera de ocultar nuestra marca distintiva es evidente en que las experiencias de campo están prácticamente ausentes de nuestras publicaciones. Aunque la tendencia haya comenzado a revertirse en los últimos años, los antropólogos, particularmente en América Latina, no consideramos que el trabajo de campo en sí merezca ser objeto de análisis para un libro, una compilación o un artículo. Es interesante que desde los años ’80 buena parte de las reflexiones de los llamados “postmodernos” radicó en las experiencias antropológicas de campo. Empezaron Paul Rabinow, Vincent Crapanzano y Paul Dwyer, todos ellos con hombres marroquíes. Y le siguieron huestes de antropólogos que exponían y reflexionaban, con distintas suertes, acerca de sus experiencias en campo bajo fuego, en situaciones problemáticas (Scheper-Hughes, Ginzburg), en contextos de transición política, en períodos pretéritos, etc. Estos textos pueden incluir experiencias o anécdotas en Latinoaméric 2 pero no artículos escritos por antropólogos latinoamericanos y/o residentes en instituciones académicas latinoamericanas. Por nuestra parte, y con algunas excepciones en la Argentina, Brasil y México (excepciones aún al interior de las academias de esos países, ver Guber 2014, Introducción a Prácticas Etnográficas), los antropólogos latinoamericanos no escribimos sobre nuestros trabajos de campo.
Otra vía para el ocultamiento íntimamente relacionada con la anterior sucede cuando el “trabajo de campo” como cuestión y como objeto está ausente de nuestras elucubraciones teóricas. Y estoy bastante inclinada a pensar que no escribimos sobre nuestros trabajos de campo porque no sabemos qué hacer con ellos, SALVO tomarlos como instancia de registro/construcción/producción de datos. La anécdota es para los pasillos y, eventualmente, para aligerar la carga teórico-expositiva de las clases, no para permitirnos reflexionar acerca de los desafíos que la gente le plantea a nuestro etnocentrismo (¡algo de esto ya lo planteaba Georges Devereux hace unos 50 años!). La consecuencia epistemológica es inmediata aunque tratemos de contrarrestarla con términos “políticamente correctos” y “académicamente aceptables” tales como que nosotros no “recolectamos datos” como hacen los “empiristas” o “positivistas”; nosotros los “producimos y construimos” o, mejor, los “co-construimos”. Sin embargo, nuestros escritos desmienten nuestras declaraciones de principios epistemológicos. “Borramos con el codo lo que escribimos con la mano”. Al no analizar conceptualmente las instancias de trabajo de campo, en particular los desacuerdos, las desavenencias y los malos entendidos, plantamos en los textos el “dato pelado” como si tuviera un sentido transparente y propio, al que se puede transcribir sin contexto ni situación. Si el dato está solo pierde su sentido humana y analíticamente útil, sentido que se produce al calor de las situaciones y de su historia, tanto de la experiencia de nuestros interlocutores con gente como nosotros como de la trayectoria de nuestra relación (concreta) con ellos.
Por supuesto que el trabajo de campo está ausente incluso de las elaboraciones que resultan de la Gestión (lo que antes se llamaba “antropología aplicada”), porque si hay algo que no debe dar lugar a dudas es que los investigadores estamos del lado políticamente correcto de la Historia, de la Gestión y de la Academia. El trabajo de campo narrado, a veces con crudeza, muestra que aquéllos a los que queremos o decimos representar en nuestros escritos (por su propio bien, no por el nuestro, ¡claro!) no siempre están de acuerdo ni con lo que hacemos, ni por qué lo hacemos ni para qué ni para quiénes. No es semejante dato una sorpresa. Generalmente nos fue advertida durante el trabajo de campo pero no lo incorporamos a la elaboración sustantiva.
En todo este esfuerzo por no exponer(nos en) el trabajo de campo, el gran instrumento es la escritura. Cuando escribimos, o sea, cuando analizamos y conceptualizamos, describimos y componemos, imponemos la voz (nuestra) para hablar de las voces (de otros) sin dar cuenta de ellas. Esta maniobra no puede ocurrir en el campo porque no nos lo permiten, y tampoco cuando ya estamos fuera de él pero nos interesan las opiniones de la gente acerca de lo que decimos de ella, quizás porque volveremos a verla y/o a necesitarla para una próxima misión; sólo entonces ponemos especial cuidado. Pero cuando el tiempo apremia, cuando hay que terminar la tesis o entregar el artículo, cuando hay que publicar y decir algo como sea, la gente pasa a ser un mero recurso para redondear papers e inventar interpretaciones “coherentes”. Entonces distribuimos datos pelados a través de las páginas, o presentamos la información sin tensión ni contradicción. Entonces sucede lo siguiente: la información o los datos se presentan como representando a la gente que “conocimos”; la gente que conocimos supuestamente representa o es metonimia de un problema o cuestión; esa cuestión proviene de nuestros mundos-sesgos-orientaciones teóricas pero también de las necesidades académicas y del sentido común ciudadano. Así, sutilmente y llenos de palabras terminamos inventando realidades y personajes. Solemos quejarnos de la soledad en la que trabajamos y es verdad: los procesos de escritura están lejos del campo y de su gente. Lo que otrora se consideraba garantía de concentración y objetividad, hoy entraña un riesgo prácticamente inevitable: escribir por ellos, no para ellos ni mucho menos con ellos. Hay algunos remedios para contrarrestar esta tendencia: dar a leer capítulos, o explicarlos cara-a-cara, u observar etnográficamente qué sucede con nuestros lectores y analizar lo que suele llamarse “el proceso de recepción” de nuestras obras. Sólo conozco dos artículos (para mí extraordinarios) donde Patricia Fasano se refiere a un incidente con la gente que conoció durante muchos años “provocado” por su libro sobre esa misma gente (el Club de Abuelas del barrio ‘La Pasarela’ de Paraná, Entre Ríos (2014).
Ahora bien: debe haber varias razones para que nuestra principal instancia de producción de conocimiento permanezca oculta o silenciada en una disciplina con tan potente base empírica e involucramiento personal de sus hacedores. Se me ocurre que los cánones “internacionales del avance de la ciencia” tienen mucho que ver con todo esto: publicar constantemente, en lo posible artículos, en buenas revistas con referato doble ciego y de punta, es decir, en inglés, que en lo posible integren el primer cuartil (por eso son top) donde figuran las publicaciones de las grandes editoriales académicas en las que, supuestamente, se desarrollan los debates importantes de LA disciplina. Claro que esos debates son los que interesan a ciertos núcleos académicos porque, como han sostenido los colegas latinoamericanos de la Red Antropologías del Mundo (Gustavo Lins Ribeiro, Arturo Escobar y Eduardo Restrepo, entre muchos otros), la globalización no es una síntesis de todas nuestras antropologías sino la globalización de unas poquísimas antropologías locales. Como las lenguas y los debates tienen patria, jerarquía, espacio y tiempo, para participar en ellos es necesario que quienes no crecimos ni nos socializamos al interior de sus fronteras hagamos el esfuerzo por pertenecer en cuerpo, alma e idioma, a sus razones e incentivos. Pero ¿son esos debates realmente interesantes para nosotros? ¿Y son importantes para aquéllos con quienes trabajamos? ¿Son relevantes para nuestras coyunturas? ¿Son nuestras coyunturas, debates y sujetos de estudio los mismos o equivalentes a los de los mundos académicos que establecen las relevancias de LA antropología?
Henos aquí con una verdadera cuestión de escala. Pero ¿qué escala y en qué sentido? Algunos colegas argentinos, como quienes integraron la compilación de Sabina Frederic y Germán Soprano, Política y variaciones de escalas en el análisis de la Argentina (2009), presentan interesantes tratamientos en la materia y proponen que en vez de tomar lo local como ilustración o ejemplo de lo general, la escala se recorra en ambos sentidos, haciendo dialogar a lo particular y lo general y explicitando los canales de dicho diálogo, especialmente a través de la presencia y circulación concreta de sus actores sociales. Los antropólogos sabemos bastante de esto porque lo aprendemos y adquirimos a través y atravesados por el trabajo de campo.
Ahora bien: ¿por qué no aplicamos esta lógica escalar a nosotros mismos y a la organización de la disciplina estudiosa de la alteridad? Por ejemplo, ¿cómo entendemos nosotros, los antropólogos argentinos, que opera esa escala que va de “lo particular”—p.e., lo platense o lo cordobés—a “lo general”—p.e., lo parisino o lo tejano? En todo caso, ¿por qué tendríamos que recorrer la escala en ese sentido y no en el eje Sur-Sur, que otros colegas vienen planteándose desde los ’90 (Krotz, Quijano, Dussel, De Souza Santos, Beigel y Sabea, etc.)? Nuestras antropologías argentinas tienen sus trayectorias y sus contradicciones, sus corrientes y sus obstáculos, su memoria y sus silencios, y también tienen sus modos de posicionarse en la disciplina y en el concierto académico de las ciencias sociales, las humanidades y las ciencias. ¿Cómo intervienen nuestros trabajos de campo en estas trayectorias, en esas memorias y silencios, en esas contradicciones que recorren a nuestras antropologías? ¿Cómo intervienen en los sistemas de evaluación, publicación y lectura? Y ¿cómo en los mecanismos de transmisión y socialización, tanto los formales en el aula, como los informales en “los pasillos” y demás espacios intersticiales?
Como quiera que sea, quienes hacemos investigación antropológica aspiramos a decir algo de este mundo y decidimos hacerlo desde un sistema de prácticas y nociones que compartimos grosso modo con otros centros de trabajo en la misma disciplina en el resto del mundo. Pero, dicho esto, nos damos cuenta que a nosotros nos pasa lo mismo que a la disciplina que practicamos: nos motiva la unidad en la diversidad. Aunque algunos se inclinen más por la unidad y otros por la diversidad, la antropología académica, ya expandida e implantada en todos los continentes (incluyo con cautela al antártico), es una y diversa. Y sin embargo no es la misma ni se realiza del mismo modo ni con los mismos móviles ni con las mismas consecuencias. Aquí reside su riqueza y su potencial innovador, como que aquí reside, además, su reto a la patética vara de la homogeneización encabezada por el capitalismo editorial científico y el seguidismo de las agencias científicas de algunos estados nacionales. Es ésta una avenida de reflexión que sería interesante poner en discusión y que, por supuesto, no consiste en observar la buena o mala aplicación de Malinowski o Godelier, ni advertir cómo tal o cual autor ha sido “largamente superado”. Es en la conjunción de los sitios académicos con el trabajo de campo y los innumerables circuitos por los que circulan y se hacen y se inventan las teorías y los conceptos, donde producimos una disciplina a la vez científico-social y humanística verdaderamente dinámica, bregando siempre por el respeto de la diversidad humana. También por la nuestra, la propiamente antropológica, que es una diversidad respetable, interesante y fructífera.
Endnotes
1 Rosana Guber es doctora en antropología por la Johns Hopkins University, Baltimore, EE.UU. Dirige el Centro de Antropología Social del IDES y la Maestría en Antropología Social del IDES-IDAES/UNSAM. Es profesora en esta maestría y en los posgrados en Antropología de las universidades nacionales de Misiones y de Córdoba y en el posgrado en Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de General Sarmiento. Sus temas de investigación son el método etnográfico (El salvaje metropolitano, 1991/2004; La etnografía: método, campo y reflexividad, 2001/2012; La articulación etnográfica 2013, Prácticas etnográficas, 2014), memoria social y la experiencia de protagonistas directos en la guerra de Malvinas (De chicos a veteranos 2004/2011; Por qué Malvinas? 2001; Experiencia de halcón 2016) y antropología de las antropologías argentinas (Historia y estilos de trabajo de campo en Argentina, con S. Visacovsky, 2002; Antropologías argentinas 2014). Es ganadora del Diploma al Mérito y del Premio Platino de la Fundación Konex en la especialidad Antropología/Arqueología, Humanidades, edición 2016.
2 Algunos títulos, la mayoría compilaciones, son Being Changed (1994) de Young & Goulet, Anthropologists in a wider world (2000) de Dresch, James y Parkin, Constructing the field (2000) de Amid, Fieldwork dilemmas (2000) de De Soto y Dudwick, Fieldwork is not what it used to be (2009) de Faubion y Marcus, Being There (1999) de Watson, Reflexive Ethnography, de Aull Cimino, Journeys through ethnography, (1996) de Larean y Shultz, Out of the Study into the field (2010) de Parkin y Sales (incluye análisis de los trabajos etnográficos de A.Métraux, P.Rivet y R.Bastide en Bolivia, Chile, Colombia y Brasil), Interpreting the field (1993) de Hobbs & May, When they read what we write (1993) de Bretell, Ethnographic Fieldwork (2007) un fabuloso reader de Robben y Sluka, y Fieldwork under Fire, de Robben y Nordstrom, Nurturing Doubt, de Miller. Téllez Infantes publicó en España Experiencias etnográficas (2004), donde sólo un autor es y reside fuera de España. El resto de los textos reúnen artículos de la autoría de británicos, norteamericanos (estadounidenses y canadienses), europeos franceses, nórdicos, alemanes, austríacos, daneses, algunos españoles si el reader es “europeo”, y franceses. Todo esto no puede ser más llamativo: los grandes centros académicos metropolitanos se nutren y regeneran su capital académico de formar a los intelectuales del Tercer Mundo o del Sur. Sin embargo, esto no redunda en coautorías ni en convocatorias a estas publicaciones, aún cuando los metropolitanos hagan trabajo de campo en nuestros países. Estas consideraciones, por supuesto, no mellan la calidad del emprendimiento, la compilación, la introducción, los autores y los artículos, los cuales pueden ser excelentes y provocativos o políticamente correctos o superficiales u obvios y simples o inocentes.